Cada año, el 12 de diciembre se vive una profunda manifestación de fe en la Basílica de Guadalupe, ubicada en la Ciudad de México, donde miles de personas convergen para honrar a la Virgen Morena. Entre las diversas formas de expresar su devoción, algunas personas optan por un gesto extremo: llegar de rodillas, recorriendo tramos considerables, incluso kilométricos, como testimonio de gratitud, esperanza o súplica cumplida.
Esta práctica, cargada de simbolismo, despierta admiración y emoción tanto en creyentes como en espectadores ajenos a la religión. Las imágenes de peregrinos con lágrimas en el rostro, arrastrándose sobre sus rodillas mientras sostienen una imagen de la Virgen, se han convertido en un emblema de entrega espiritual. Pero más allá del impacto visual, existe un fundamento profundo detrás de este acto de abnegación.
El significado de cumplir una promesa
Uno de los motivos centrales por los que los fieles realizan este recorrido en penitencia es el cumplimiento de una manda, término que en el contexto popular mexicano se refiere a una promesa hecha a la Virgen de Guadalupe a cambio de un milagro o favor. Cuando una persona enfrenta una crisis –ya sea una enfermedad grave en un familiar, una situación de adicción, la necesidad de empleo o el nacimiento seguro de un hijo–, puede hacer un pacto espiritual: si la Virgen intercede, regresará al cerro del Tepeyac para cumplir con su palabra.
Para quienes lo realizan, este no es un mero sacrificio físico, sino una demostración tangible de agradecimiento. Es un momento de entrega total, donde el dolor corporal se transforma en ofrenda espiritual. Esta tradición trasciende lo individual y se transmite de generación en generación como parte del legado devocional.
Un símbolo que trasciende la religión
La Virgen de Guadalupe no solo ocupa un lugar en el ámbito religioso, sino que también es un ícono cultural y nacional. Su figura está presente en hogares, vehículos, negocios y altares domésticos, representando para muchos mexicanos un refugio, una guía materna y una fuente de consuelo en tiempos de adversidad.
Por eso, cada peregrinación, especialmente la de quienes llegan de rodillas, se convierte en un acto colectivo de identidad. En el Tepeyac, los fieles sienten que son acogidos por una presencia protectora que los acompaña en sus momentos más difíciles. Así, la celebración del 12 de diciembre no se limita a una festividad litúrgica, sino que se erige como una expresión viva de la cultura popular mexicana.